L O S H I J O S D E L A O F I C I N A

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Cada día llegan cargando su mochila, con el uniforme escolar que da pena verlo después de horas desplanchado entre salones de clase y patios de recreo. Suben y bajan escaleras de edificios privados, públicos, de gobierno… corretean por los pasillos, se acurrucan en rincones a iniciar o terminar su tarea, peregrinan de mesa en mesa para no aburrirse, observan, contemplan, se callan, les callan, duermen en ocasiones un ratito, alguna travesura perdida que no se note mucho para no poner las cosas más difíciles, aguantan la parsimonia del reloj con infantil enjundia… todos los días es lo mismo, son, los hijos de la oficina.

        Si, abundan las madres -o padres- que llegan cada día a las puertas de las escuelas a recoger a sus hijos a la salida de la jornada escolar. Pero también son muchos los hijos que cada día llegan a las oficinas de una ciudad a recoger a sus madres                  -principalmente- al final de la jornada laboral. Temprano en la mañana no se nota tanto el desperdigar diario de los miembros de una familia, tu para acá, tu para allá; a mí me das raite tú, a ti te doy raite yo; tu sales más temprano, yo salgo más tarde; tú te vas en camión, yo me llevo el carro de la casa y dejo a la niña de camino en preescolar.
        El regreso ya cuenta con otra visibilidad. Aprendemos pronto a desenvolvernos con astucia. Menos dormidos, mas cansados, hambrientos, la casa cerrada, ¿Quién llega primero?... me recoges, te recojo, regresamos juntos.
        Ya había escrito sobre los “hijos de la llave”, los que primero llegan a la casa, la encuentran sola, triste, con olor a cerrado y, tras dar dos o tres vueltas a la llave les toca correr cortinas, abrir ventanas, poner el agua a hervir para iniciar el proceso de la comida o sacar del congelador lo destinado para la mesa del día. Pero esta es otra de las caras del poliedro que conforma una familia moderna.
        La mujer trabajadora, no solo es eso, mujer trabajadora, liberada, serena, tranquila, emancipada, realizada… también es persona “esperada” por sus hijos entre los recovecos de su trabajo a que llegue la hora de salida y juntos poder regresar al hogar. Y así durante semanas, durante meses, durante años… mis hijos también han crecido en la oficina, son parte de ella. Han sido expuestos a demasiados extraños. Los han visto crecer, engordar, adelgazar, enojarse, sonreír, enfermarse,  patear, llorar, insultar, compartir, hacer, deshacer… demasiada gente ha sido testigo de su vida personal; demasiada gente se ha enterado, ha juzgado, ha conocido las fortalezas o debilidades de nuestra familia -sus secretos- por la forma de conducirse nuestros hijos en la oficina.
        No me hubiera gustado esto para mí, me decía una madre, -el escaparate de nuestra vida privada- pero así son las cosas en la realidad moderna, así se dan las cosas. Esto ya es inevitable, es como el reality show de nuestra vida privada que no podemos evitar: nos miran, nos siguen, nos juzgan, nos evalúan, nos dan su voto y… queramos o no, somos pan y circo para los que tenemos delante.
        En ocasiones hacemos exclamaciones extrañas: “¿y cómo lo supiste, y como te has enterado, y por qué lo sabes, y que te llevo a esa deducción, y que sabes tú de todo esto, y por qué metes la nariz donde no te importa…? No, yo no sé nada, yo no meto la nariz donde no me importa… es tu historia que se deja ventanear como libro abierto y a la que ineludiblemente no nos podemos resistir y, parte de esa historia íntima, la escriben tus hijos… “los hijos de la oficina”.
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